Tras docenas de rechazos, sólo se necesita un sí para crear un escritor

Thomas Swick: en el largo camino a la publicación

En el invierno de 1983 terminé mi primer libro. Lo escribí a mano en hojas de bloc amarillas y después de escribir la última palabra garabateé «Fin», algo que no es posible hacer en un teclado. Luego salí por una solitaria y festiva cerveza.

    Viví con mis padres en Nueva Jersey tras haber regresado de Polonia. Llegué a Varsovia una semana después de la fundación de la confederación de sindicatos «Solidarność», encontré un trabajo enseñando inglés, y, un més más tarde, me casé con mi novia polaca. Todavía estaba allá cuando la ley marcial fue declarada el 13 de diciembre de 1981. Antes de irme en otoño, caminé con miles de polacos en la peregrinación de agosto al santuario de la Virgen Negra en Czestochowa.

    El libro trataba sobre esos nueve extraordinarios días que no sólo fueron la culminación de mi estancia en Polonia, sino también un microcosmos. La peregrinación fue rica en paisajes y personajes, canciones y discusiones, devoción y rebelión (la ley marcial aún estaba vigente), y el libro lo tenía todo incluyendo historias y reflexiones de los dos años anteriores. Abarcaba religión y política, pasado y presente, y mostraba cómo se entrelazaban ambas en Polonia.

    Cada mañana durante las dos semanas siguientes fui al despacho de abogados de mi padre en la calle South Main para escribir en la IBM Selectric de su secretaria. En casa, por las tardes, mi madre corregía mis escritos diarios. Mediante una mezcla de borrones y reescrituras, produje un manuscrito limpio y de aspecto profesional que podría enviar a cualquiera que estuviera interesado.

    No hubo muchos interesados. Agentes y editores respondieron mis cartas —esto era cuando las editoriales aún respondían los correos— con rechazos escritos con el estilo genéricamente correcto e impersonal de la industria. Eran frustrantes pero no sorprendentes. Mientras escribía el libro, asistí a una plática impartida en la universidad local por un novelista que había trabajado una vez para una importante editorial. Dijo que debido al exceso de manuscritos no solicitados, era imposible leer cada uno. Así que después de un tiempo, empezó a leer la primera página, la última y alguna página intermedia aleatoriamente. Si ninguna de ellas le impresionaba, rechazaba el libro. Parecía un sistema deprimentemente arbitrario —tres páginas de un total de trescientas posibles— pero mientras más lo pensaba, más sentido tenía.

    Los pocos rechazos que recibí personalmente me informaban que no habría una gran audiencia para un libro sobre una peregrinación en Polonia. Las últimas dos palabras, en retrospectiva, parecían anticipar la avalancha de libros sobre la peregrinación de España, («El peregrino» de Paulo Coelho aún estaba a cuatro años de distancia). Pero incluso sin saberlo, sentí lo poco atractiva que podía ser Polonia —a pesar de haber estado por dos años en las primeras planas— y tuve la sensación de que me esperaba un largo camino. La soledad del amante de los olvidados. Incluso la peregrinación en la que había caminado podía considerarse insatisfactoria.

 

«Un rechazo, aunque decepcionante, es, sin embargo, una afirmación, un reconocimiento de que eres un escritor que ha escrito algo. Una falta de respuesta parece sugerir tu nula existencia.»

 

Gradualmente, descubrí la obsesión que sobrepasa a la gente que ha escrito un libro por encargo. Parecen normales; capaces de entablar una conversación inteligente, pero una parte de su cerebro siempre está pensando en su manuscrito no publicado. Su estado, nebuloso y amorfo, pesa sobre ellos constantemente.

    Los polacos tienen una frase para este fenómeno: pisać do szuflady (escribir para el cajón). En Polonia los factores contribuyentes¹ eran más políticos que cualitativos; mientras, aquí son más financieros. «¿Cuál es la diferencia entre capitalismo y comunismo?», decía un viejo chiste de la era soviética, a veces atribuído a John Kenneth Galbraith. «El primero es la explotación del hombre por el hombre, mientras que el segundo es lo opuesto». A mi se me ocurrió una nueva explicación: el comunismo prohíbe libros por sus ideas, mientras que el capitalismo los prohíbe por su incapacidad (percibida) de hacer dinero. Una situación que convierte a los autores inéditos del primer sistema en disidentes y héroes y aquellos del segundo en pobres idiotas.

    Los creadores de manuscritos, los grandes ejércitos de escritores cuya autoría fue negada (aun más grandes en los días previos a la autopublicación), son incapaces de olvidar el trabajo que han traído a un mundo desprevenido. La idea de que éste permanezca sin ser leído desanima sus momentos más felices y convierte sus peores días en días incluso más oscuros. Sus vidas no estarán completas hasta que su manuscrito pase por la edición (cirugía cosmética) y producción (crisálida) y emerja triunfante como libro. Y debido a esto, nunca pierden la pista de él —dónde ha estado, dónde está ahora— y nunca dejan de buscar lugares a dónde enviarlo. Están en una búsqueda constante de agentes, pequeñas editoriales, alguien, quien sea, que pueda encontrarlos dotados y dignos de respaldo. En las librerías la gente escanea los lomos de libros de géneros similares y anota los nombres de los profesionales en los agradecimientos. No pierden ninguna ventaja potencial. Así como los escritores recorren la vida cotidiana en busca de material, los autores inéditos lo hacen en busca de mercados.

    Una noche, durante una fiesta en Princeton, conocí a un agente literario de Nueva York, un joven inglés que dijo que le encantaría echar un vistazo a mi manuscrito. Se lo envié, aunque no fue tan sencillo como parece. Tuve que hacer otra copia —mi padre ya había excedido el presupuesto mensual de papel— y luego colocarle ligas de hule —una vertical, una horizontal— para mantener las páginas juntas. Después de encontrar una caja adecuada lo puse dentro y luego lo envolví en papel craft. Cuidadosamente, escribí las direcciones de remitente y destinatario en la parte superior. Finalmente, conduje a la oficina de correos donde la caja fue pesada, estampada y puesta a un lado mientras buscaba el dinero para cubrir el envío.

    Semanas más tarde, el agente lo envió de vuelta —supuse que tenía una secretaria para la labor manual— con una nota que el rebotado manuscrito mostraba: había decidido no aceptarlo. Pero elogiaba la escritura —diciendo que yo tenía un buen oído para el diálogo— y sugería que probara la ficción. Para un joven escritor de viajes eso fue un consejo exasperante.

***

Durante la primavera, mi esposa llegó de Polonia y nos mudamos a Filadelfia, donde fue aceptada en una escuela de posgrado. Encontré un trabajo escribiendo para la publicación mensual de una organización médica y empecé a trabajar en otro libro. Me quedó claro que la peregrinación estaba condenada al cajón, así que me embarqué en una historia más larga sobre mi extendida estadía en el país. La visualicé como una colección independiente pero cronológica de ensayos: «Varsovia», «El colegio de lengua inglesa» (donde dí clases), «La ley marcial», los cuales decidí que consistirían principalmente en los pasajes tomados de mi diario. El capítulo más largo sería sobre la peregrinación, después de pasar por el doloroso proceso de cortar cerca de dos tercios de lo que ya había escrito. Mi objetivo era crear un libro que hablara sobre la gente, su cultura, costumbres y su vida cotidiana durante un tiempo histórico determinado. Cubriría una necesidad, pensé, y destacaría sobre los demás libros centrados en lo político.

  

«Así como los escritores recorren la vida cotidiana en busca de material, los autores inéditos lo hacen en busca de mercados.»

 

Finalmente encontré una agente, una conocida en Filadelfia que era nueva en el negocio. Le enviaba cada capítulo terminado después de haber sido escrito en mi nuevo procesador de palabras (todavía escribía a mano), y enviaba extractos a editores de revistas, la mayoría en Nueva York. Todas se sumaron a mi creciente colección de cartas de rechazo.

    En mi primer semestre de la universidad, después de presentar el último de mis exámenes finales, me regalé una ida al cine. La película era «The Owl and The Pussycat» y el protagonista era un escritor perseverante. En una escena abría su buzón y sacaba una carta de rechazo. Era una escena breve y superficial —para demostrar su falta de éxito—, aun así es la única escena que recuerdo de la película. Un estudiante de primer año de universidad con sueños literarios, la vi con anhelo romántico. Para mi, el rechazo era una señal codiciada, prueba estimable de que ese hombre era lo que yo quería ser: un escritor. No podía esperar el día que recibiera rechazos editoriales. Hoy, cuando tantos editores simplemente ignoran los envíos no deseados, el valor psicológico de una respuesta es más evidente. Un rechazo, aunque decepcionante, es, sin embargo, una afirmación, un reconocimiento de que eres un escritor que ha escrito algo. Una falta de respuesta parece sugerir tu nula existencia.

    ¿Los neuróticos son atraídos naturalmente a escribir, o es que pasar una vida dependiendo de la aprobación de otros simplemente hace que uno se vuelva neurótico?

    Unas semanas antes de navidad regresé del trabajo a casa y encontré una carta de Ploughshares en mi buzón. La carta decía que Philip Levine, su siguiente editor invitado, había aceptado mi «Diario de ley marcial» (Martial Law Journal) para ser publicado.

    La dificultad del béisbol a menudo se ilustra con el hecho de que los mejores bateadores fallan dos terceras partes del tiempo. Los freelancers tienen peores porcentajes. Pasamos meses sin acertar un hit, aguantando depresiones que terminarían con la carrera de cualquier jugador de ligas mayores. Pero no mantenemos los promedios por la simple razón de que una aceptación desvanece todos los rechazos anteriores. Esa es la gran belleza, la gracia salvadora de la escritura: todo lo que necesitas es un editor o una editorial, que diga sí, y entonces todo lo que vino antes se vuelve inmaterial. Una aceptación no sólo es un home run, es un jonrón que, milagrosamente, borra cada strike out, ground out y pop up que le precedieron.  

    Tras dos años y cuarenta y un rechazos (para aquellos no escritores que desean hacer el cálculo) mi libro fue aceptado por Ticknor & Fields, en aquel entonces una editorial de Houghton Mifflin. Obtuvo una crítica en el New York Times Book Review y una breve reseña en The New Yorker, que tuvo grandes elogios por el capítulo de la peregrinación.


Nota del editor: ¹ Los factores contribuyentes hacen alusión a la situación política y cultural de una sociedad determinada.

Fuente: https://lithub.com/after-dozens-of-rejections-it-only-takes-one-acceptance-to-make-a-writer/

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