Legado de familia

Legado de familia — Rocío Herrera

En la lujosa oficina, la tensión aumenta a cada segundo. Margarita, la asistente del poderoso abogado Alejandro Manjarrez, advierte a la esposa de su jefe. Ella conoce muy bien el historial de violencia que él ejerce en contra de su mujer.

    —Va para allá, señora Manjarrez, y lo veo muy mal. ¡Por favor, tenga cuidado…! Sí señora, estuvo discutiendo muy fuerte con el hermano de usted. Mi jefe le cobraba el dinero que le debe, pero salieron de pleito porque se niega a pagarle el total de la deuda.

    A Diana se le congela la sangre, fue ella misma quien le pidió a su esposo que le prestara una gran cantidad de dinero a su propio hermano. Marcos, su hermano mayor, le pidió prestado más de un millón de pesos a base de muchos chantajes. Su vida corría peligro si no pagaba las deudas de sus apuestas. Diana cuelga el teléfono, apresurada toma a sus tres hijos y los encierra en una de las recamaras.

    —¡Por favor, niños! Pase lo que pase, o escuchen lo que escuchen, no vayan a salir de su cuarto.

    Diana siente que el corazón se le va a salir del pecho. Todo el día ha tenido un mal presentimiento.

    La hermosa mansión del matrimonio está rodeada por árboles podados con caprichosas figuras geométricas, y una fuente en la entrada le da un toque a dulce hogar. Aunque es verano y la tarde es caliente, una brisa helada rodea la mansión creando un ambiente enrarecido. Extrañados, los guardias que custodian la mansión lo pueden sentir. Ellos miran que su jefe va llegando y abren el portón. Los guardias lo saludan con respeto, pero los ignora y entra a su casa hecho un energúmeno. Las discusiones y la violencia se desatan con furia sobre su mujer. Está cegado por la ira, tanto que no le importa que sus tres pequeños hijos, en otra habitación, se abrazan llorando aterrorizados y pidiendo por su madre.

    Después de horas de terror, por fin regresa la calma.

    Van a dar las tres de la mañana. Diana sale al jardín que es iluminado levemente por la flama de un antiguo quinqué que cuelga de un poste. Necesita un poco de aire fresco. Va descalza y lleva puesta sólo una bata manchada con su sangre. Está muy adolorida del costado izquierdo por una patada que le dio su esposo con la punta del zapato. Trae un ojo inflamado y una pequeña pero profunda cortada, hecha de un puñetazo con el anillo de bodas. Llena de rabia y frustración comienza a decir para sí misma:

    —¡Maldito! ¡No más, no más! ¡Ojalá se abran las puertas del infierno y venga el diablo por ti, desgraciado cobarde!

    Con la mirada perdida se sienta en una hermosa silla de madera tallada. Una reliquia que ha pertenecido a su familia por generaciones. Siente mucha sed, pero por nada del mundo quiere entrar a la casa. Taciturna, mira hacia el cielo y ve una hermosa estampa, un precioso cielo estrellado. El silencio de la madrugada sólo se rompe con el sonido del viento y los grillos. Piensa en sus pequeños que duermen ya. Sus tres hijos: Luciano de nueve años, Virginia de seis y Luis de dos. Le duele mucho lo que tienen que presenciar todo el tiempo, pues Alejandro no necesita muchos pretextos para arremeter contra ella. Pero esta noche en particular, la golpiza que le dio fue la peor en mucho tiempo.

    Mientras Alejandro duerme, en la soledad del jardín Diana hace una línea con la cocaína de su esposo. Ella nunca se ha drogado pero esta noche en especial necesita algo que le ayude a aminorar el dolor y la rabia que siente. Se atrevió a tomar de la caja fuerte de su esposo un poco de droga que guarda para su uso particular. Droga que le obsequian sus clientes, que por lo general, son narcotraficantes poderosos. Gracias a eso mantiene un estatus económico muy alto. Cuando Diana aspira la droga, de inmediato siente que flota, no esperaba sentirse así, se recuesta sobre la mesa de jardín y comienza a temblar. Un viento helado la rodea y se hace un silencio sepulcral. Extrañada, siente este cambio repentino, pero no se levanta, sigue recostada sobre la mesa cuando escucha un murmullo en su oído izquierdo. Se incorpora y mira sobre la mesa una daga que no estaba ahí. Entonces, a varios metros de ella, entre la penumbra, mira la silueta de un hombre. Aterrorizada corre instintivamente hacia la puerta que da a la sala. Cuando está por llegar, la puerta se cierra de golpe. Diana voltea a ver al hombre y se siente acorralada, quiere gritar pero sus cuerdas vocales se paralizan. El hombre se acerca lentamente y le sonríe seductor, pero con una mueca retorcida. Con voz profunda le habla:

    —No me temas, no te voy a hacer daño —Diana tiembla de miedo, pero agarra valor y le responde:

    —¿Quién eres? ¿Eres amigo de mi esposo?

    —No, no soy amigo de tu esposo.

    —Por favor, llévate lo que quieras de la casa, pero no nos hagas daño —el visitante no le responde; la mira fijamente. Diana lo observa con atención y le sorprenden sus ojos totalmente negros que brillan en la oscuridad, además de su macabra sonrisa.

    —¿Quién eres? ¿Qué quieres?

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